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haber pagado por una entrada de cine no solo da derecho a la opinión sino a todo un 43
juicio de valor sobre lo experimentado.
Esto tiene mucho que ver con el lugar que ocupa el cine en nuestras sociedades
contemporáneas: las pinturas se exhiben en hermosos museos, las esculturas se
presentan bajo sofisticadas instalaciones, la música se interpreta en auditorios de
gloriosa tradición o bajo diseños arquitectónicos de última generación… Es decir, el
arte se exhibe en templos, lugares que exigen un respeto innegociable, un talante
inmaculado, una cierta reverencia hacia las obras mostradas, la actitud profunda
del respeto ante lo desconocido. ¿Dónde se exhibe el cine, en cambio? En centros
comerciales, en lugares de paso, en entornos llenos de ruido donde la obra en sí no
es más que un estímulo más entre tantos otros, lo que impulsa esta terrible dinámica
en la que lo último que ofrecerle a una película es nuestro respeto. No hay más que
pensar en cómo reaccionamos cuando no entendemos una pintura –«Yo, de esto, la
verdad es que no entiendo…»– y cuando nos pasa lo mismo con una película –«Es
muy mala, no se entiende»–. No hay tregua frente a la película, no existen miramientos
a la hora de sacar el móvil del bolsillo y dejar de ver el filme o emitir un juicio rápido
al salir de la sala.
Aquí es donde debe entrar la crítica, al rescate de todo eso que el entramado social y
las dinámicas del consumo inmediato ponen en peligro. En resumen, la crítica viene
a rescatar lo que este presente nos impulsa a olvidar, que es el ejercicio de pensar
aquello que experimentamos frente a la obra cinematográfica. En efecto, la crítica
nos impulsa a pensar, y de ahí el tesoro invaluable que supone en un mundo decidido
a que no lo hagamos. ¿Qué he visto? ¿Por qué esta historia ha sido contada de
esta manera? ¿Qué me dice esta cineasta sobre el mundo en el que vivo? Son las
grandes preguntas que se esconden dentro de cualquier película.
El otro gran error del que convendría hablar es el de confundir al crítico de cine con una
especie de emperador romano que decide qué merece la pena y qué no, cuyo trabajo
se limita a establecer un pulgar hacia arriba o hacia abajo en función de si aprueba o
desaprueba la película. Nada más lejos de la realidad: una sola persona jamás podrá
glorificar o desacreditar una obra de arte, solo podrá aportar un grano de arena más
dentro de un universo entero de opiniones. Es esa suma de opiniones, y también el
paso del tiempo, lo que conforma la valía de una pieza cinematográfica. ¿Qué sentido
tiene que la labor del crítico consista en menospreciar una obra que haya supuesto el
deleite de muchos espectadores? «A quien le guste esto es un tonto sin remedio», ha
llegado a escribirse, cuando Oscar Wilde siempre defendió la importancia de «dejar a
cada uno su propio placer». Esto es quizá lo único que no entendió Jacques Rivette, el
famoso crítico que luego se lanzaría a la dirección de cine: que la única crítica posible
tiene que ser escrita desde el amor. ¿Y cómo podía saberlo? Eran otros tiempos, en los
que cualquier gesto podía entenderse como reivindicación política; casi era imperativo
exhibir todo aquello que se detestaba y ensalzar todo aquello que se amaba. Y hoy es
importante escribir con la misma pasión, pero el texto que no nace desde un aliento
constructivo ya no llega a los ojos de nadie.