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se criticó y condenó a Berlanga, tras el estreno de ¡Bienvenido, Míster Marshall! Cada              31
            ministro pugnaba por decir lo más fuerte: «Berlanga, excelencia, es un comunista»,
            «Berlanga es un anarquista»… Hasta que Franco mandó callar y habló: «Berlanga es
            mucho peor que eso, es un mal español». A Berlanga le divertía mucho la escena y la
            condena, que se la contó un ministro que había pretendido un cameo en una de sus
            películas. Por eso, quizá, mostró como nadie la España real, filmó ese retrato conciso,
            abierto, plural, desengañado, tan profundamente cervantino, que tan poco casaba
            a Franco con su idea de España. La de Berlanga era una España tan real, fijada, para
            siempre, en cada escena, en cada  guión, en cada primer plano, en cada nota de vida,
            en cada paisaje, en cada lástima, que el paso del tiempo no hará sino engrandecer
            sus fotogramas.































            La escopeta nacional (1978)



            Berlanga no se recrea en la miseria moral de los personajes (como sí gusta Quevedo o
            Cela) sino que, a la manera cervantina, son las condiciones creadas por los poderosos
            –y en cualquier época siempre encontraremos el mismo modelo– las miserables; los
            personajes son las víctimas. Los bienintencionados habitantes de Villar del Río, un
            noble pueblo castellano disfrazado de andaluz, que piden a los americanos lo que de
            niños habrían pedido a los Reyes Magos. El hidalgo que evoca el pasado imperial en la
            penumbra hambrienta de un pueblo perdido en la historia. El buen padre del motocarro
            que el día de Nochebuena le cumple una letra y remueve Roma con Santiago para
            pagarla, mientras su mujer atiende los baños públicos y espera al marido para celebrar
            la Nochebuena, entre los hedores nauseabundos de los retretes y con un bebé en los
            brazos. El verdugo jubilado que espera un piso del Estado en Moralataz. El guardia
            civil, jefe del puesto, que advierte a los detenidos del cuartelillo, cuando les permite
            salir a pasear al atardecer, que si llegan tarde no entran en la celda. La maestra que se
            embelesa con el glamour de Hollywood. El alcalde que sueña con el Lejano Oeste.
            El párroco que se ve perseguido por los protestantes. El campesino que sueña cómo
            desde el cielo le cae un tractor. El fotógrafo, Quintanilla, con las artistas que vienen de
            Madrid. Y ese cura, qué cura, que en La escopeta nacional (1978) pronuncia una de
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