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Como la épica de los griegos, como la épica del western norteamericano, la picaresca                29
            es una de las grandes aportaciones de la literatura española al monumental catálogo
            de las letras occidentales –incluso más allá de los Urales– y su correspondencia
            cinematográfica. Su influencia y proyección llegan a otras literaturas como la china
            o la japonesa, donde encontramos ecos de la creación española. Así, la picaresca es
            una soberbia estética de la sobrevivencia, un desaire al destino, un guiño estético a
            la lástima, una ética de la mentira y el engaño con un fin noble: escapar de la miseria,
            regatear minutos a la podredumbre, despertar la imaginación hasta encontrar un trozo
            de pan, un vaso de vino, una cama sin chinches.


            La picaresca española surge, paradojas de la historia y del suelo patrio, cuando España
            alcanza su mayor poderío cultural, político, militar y religioso. En sus dominios no se pone
            el sol, pero en los de Lázaro de Alba de Tormes el mismo sol no sale nunca. La cuestión
            es bien simple: como en el Oeste, aquí no hay otra ley que llegar a mañana. La vida es
            engañar a un ciego para poder beber y comer, distraer a un sacristán para conseguir
            una hogaza de pan o descubrir, apesadumbrado, lo que es la hidalguía española: unos
            muertos de hambre con ínfulas de señores. Todo se prolonga intacto hasta Galdós. Es
            la literatura del hambre. El hambre aparece como una constante en esos personajes
            rotos y erráticos. Es la marca indeleble de una estética, una manera trágica y cómica
            de estar en el mundo. Otra vez, la farsa de la imperial España, en el sórdido franquismo,
            recuperó la figura del pícaro, pero esta vez, desventurado. El canalla de antaño es ahora
            una víctima más del lamentable y trágico curso de la historia. Ahora no son lázaros, ni
            buscones, sino españoles mondos y lirondos: trabajadores, empleados, profesionales
            enredados en la madeja sin fin de una realidad cruel, anónima, miserable y anómala.






























            Calabuch (1956)




            Berlanga recuperó un género literario para el cine. En su caso, un género surgido en la
            España del siglo XVI. Un género literario duro, cruel con sus personajes, áspero, triste
            y risueño, de un humor tan negro que pareciera congelarse la sonrisa. Berlanga creó
            un estilo cinematográfico de la tradición picaresca, pero introdujo la melancolía y el
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