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posibilidades del aparato cinematógrafo –inventado por dos ingenieros lioneses, los 37
hermanos Lumière, en 1895–, como ilustrador de historias y escenarios de ficción. Este
creador se llamaba Georges Méliès y, en cintas como Viaje a la Luna (1902), ilustró
con decorados de cartón piedra, idénticos a los del teatro de la época, fantasías tan
cautivadoras como la propia fábula lunar del novelista Julio Verne –otro compatriota
visionario que hizo popular la ciencia ficción y los lugares más inverosímiles.
Los decorados de Viaje a la Luna (Georges Méliès, 1902 / Dominio público)
Para ello, Méliès había construido uno de los primeros estudios cinematográficos a
las afueras de París. En ese pionero espacio –acristalado para dejar pasar la luz como
un invernadero– tomó prestados los trucos de tramoya teatral del momento con el fin
de que la cámara los transformase en magia fílmica. No en vano, el llamado «mago
de Montreuil» provenía de ese mundo de trucos e ilusionismo, lo que le permitió
crear la magia del séptimo arte. Lo consiguió a través de los efectos de apariciones y
desapariciones súbitas que descubrió casualmente experimentando con su cámara
Lumière –activando y deteniendo la manivela–, en lo que constituyó la base de la
animación tradicional «fotograma a fotograma». Un discípulo aragonés suyo, Segundo
de Chomón, llevaría ese potencial mágico a sorprendentes películas animadas como
El hotel eléctrico (1912), donde todos los objetos de ese espacio hostelero cobraban
vida automáticamente al servicio de los residentes. Escenografía y efectos apuntaban
ya a esa entente que hoy día es consustancial.
Detengámonos un poco en el análisis del mencionado film de Méliès, Viaje a la Luna.
Comprobaremos que sus artificiosos escenarios se activan por la tramoya teatral,
pero que la cámara permanece en encuadre fijo: a esto se le llama cuadro escénico
(tableau vivant) y es característico de los modos de representación primitivos del cine.
Poco después, la cámara irá «liberándose», aportando encuadres de variable escala
espacial (planos generales, enteros, medios y primer plano) y esos espacios fílmicos se
irán cosiendo a través del raccord. El espectador percibirá así un efecto de continuidad
espacio-temporal que alcanzará un hito reseñable en los largometrajes del americano
David W. Griffith, autor de la citada Intolerancia (1915).
Pero esa madurez narrativa y también escenográfica –ambos aspectos van siempre
unidos– no se entendería sin los ensayos realizados años antes en Italia, en filmes históricos