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Del teatro a la pantalla: ‘Las bicicletas son para el verano’
Publicado el 06/11/2025
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Desde el comienzo del cine en 1895, la literatura ha sido la gran biblioteca, el gran almacén de sueños del que se nutrió el nuevo arte. Séptimo arte como arte total –y no la ópera, como afirmó Wagner–, porque engloba a las seis restantes: arquitectura, música, danza, poesía, escultura y pintura. «Necesitamos al cine», afirmaría Ricciotto Canudo en 1911 en la Escuela de Altos Estudios de París, «para crear la obra de arte total a la que, desde siempre, han tendido todas las artes». La literatura, incluyendo el género dramático, se constituyó en el eje de las tramas, en el sustento de las historias, en el referente de los argumentos. Desde el primer momento la adaptación de obras literarias o teatrales a la pantalla se convierte en parte esencial de la cinematografía y de la construcción del imaginario colectivo.

Obras clásicas, contemporáneas, de diversos géneros, épocas y estilos, todas tienen cabida en las producciones cinematográficas. Así, desde las primeras filmaciones el debate de cómo llevar las obras literarias al cine ha sido constante, intenso, polémico y apasionado. Se llegó a plantear –como leyenda hasta que se hizo parte de la realidad– que de una buena novela solía hacerse una mala película, y que de una mala novela se hacía una buena película. Es cierto, pero sólo en parte. Hoy el catálogo histórico del medio, que ya abarca más de siglo y cuarto, incluye también gran cine de gran literatura.

Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984).

Escribía Víctor Erice (director de obras maestras como El espíritu de la colmena o El sur): «Muchos años antes de saber que Frankenstein era una novela escrita por Mary Shelley, mujer del famoso poeta inglés, yo había tenido ocasión de conocer en el interior de una sala oscura a la extraordinaria criatura inventada por el doctor del mismo nombre. En medio de un sentimiento de atracción irresistible, y de un rechazo tan típico de la infancia, esa imagen cinematográfica se me impuso para siempre. Por eso, cuando mucho tiempo después leí por fin el libro de Mary Shelley, la imagen del monstruo de Frankenstein que esa película me había proporcionado entró en conflicto, puso entre paréntesis, dentro de mi imaginación, aquella otra, tan distinta, que se desprende de la lectura del texto. Para mí, el monstruo de Frankenstein no podía tener otra apariencia que la del actor que lo interpretó: Boris Karloff».

Viajemos en el tiempo. Vayamos a Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984), la homónima adaptación cinematográfica de una de las grandes obras de teatro alumbradas, en la segunda mitad del siglo XX, por el escritor, dramaturgo, actor y director cinematográfico, Fernando Fernán Gómez. Una obra, la película, que acaba de cumplir 40 años desde su estreno.

Julio de 1936, Madrid. Plaza de la Paja, o Plaza de Olavide. Han terminado los exámenes. Luisito no ha podido presentarse, pues a los de Acción Católica no les han dejado. Sin exámenes no hay notas, y sin notas aprobadas no hay la bicicleta que su padre, Luis, le había prometido. A Luisito le parece injusto porque las bicicletas son para el verano. Una parte del Ejército se subleva en un intento de golpe de Estado contra el Gobierno republicano del Frente Popular. Las cartas están sobre la mesa. La Guerra Civil Española (1936-1939) ha comenzado. No tener la bicicleta será lo de menos para lo que se le viene encima a esta familia de clase media, como a millones de compatriotas. Antes, Manolita, la hija de la familia, llega tan contenta se baja de un tranvía que bien pudiera moverse por la calle Bailén, y en la parada la esperan, su padre, Luis, su madre, Dolores y Luisito. Juntos quieren festejar en una terraza y una horchata, las buenas noticias: Manolita será mecanógrafa. En su modestia son felices hasta que suena el siniestro clarín de la guerra.

Los que calientan las guerras, los que las comienzan, olvidan el viejo verso de Shelley: «No despiertes a la serpiente si no sabes el camino que va a seguir». La despertaron. Se desatan los infiernos y una sociedad rota y errática asiste con miedo e incertidumbre al horror. La información con la que cuentan está controlada; lo demás son rumores, dimes y diretes, macutazos, propaganda. No saben nada. Allí, entre las cuatro paredes de una casa como cualquier otra, de cualquier barrio.

El desastre será el estribillo de esa canción siniestra. Luis, otrora admirador de Gorki, con entrañables ínfulas de convertirse en escritor, es el administrador de unas bodegas incautadas por el Gobierno y convertidas en Cooperativa –tras el fusilamiento del dueño, de su hijo y de un señor que, en el momento de su detención, había ido a visitarles. Manolita, que, como su padre en la literatura, también desea cambiar su vida por la de las bambalinas, comienza a trabajar en una compañía teatral cuyas obras llaman a la resistencia republicana en Madrid. Y Luisito, sin bicicleta, con los amigos desperdigados por España –era el comienzo de las vacaciones– y cada uno en el bando que le cayó, se dedica a leer las obras sicalípticas que su padre tenía ocultas en el desván.

Jaime Chávarri dirigió esta prodigiosa adaptación cinematográfica de la obra teatral, espléndida, perfecta, de Fernando Fernán Gómez, en 1984, cuando corrían tiempos mejores para tratar la Guerra Civil. Es la historia de una familia destrozada en lo cotidiano por los acontecimientos, metáfora de la mayor parte de las familias españolas. Un desgarro emocionado y conmovedor, contado desde dentro, desde la mesa camilla, desde el hambre (magistral la escena de las lentejas), la picaresca (los escarceos de Luisito con la joven y atractiva asistenta), el sufrimiento (los bombardeos a la capital) y la demolición moral de Luis.

Las bicicletas son para el verano es una de las grandes películas que abordan la Guerra desde la intimidad de las gentes, la intrahistoria de los seres sin Historia, y una muestra indeleble los desastres, tantos y diversos, de las guerras.

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