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‘El Sur’, un clásico contemporáneo
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Más de cuarenta años después de su estreno, El Sur (1983), de Víctor Erice, conserva todo el valor de una película hoy convertida, como su predecesora, El espíritu de la colmena (1973), en un clásico contemporáneo. El paso del tiempo juega, siempre, en dos direcciones, tan distintas como distantes. O el poso de lo vivido hace a las obras envejecer, por lo general, de forma prematura, o todo lo contrario, enriquece su visión el contemplar cómo el flujo de imágenes mantiene no sólo el interés del espectador sino, también, el descubrimiento de nuevas y asombrosas perspectivas que los años no han hecho sino despertar, abriendo las ventanas de la ficción al conocimiento y la sensibilidad.


El escritor Jorge Luis Borges solía recordar que, para él, una obra clásica, era una creación que nunca termina de decirlo todo; que las generaciones venideras amplían y consolidan su valor, carácter y calidad. Es el caso de El Sur: una película en la que la luz y las sombras evocan una ausencia. Sólo el fascinante arranque anuncia de manera leve, elegante y conmovedora la atmósfera, el ritmo, el despegue de la luz en medio de la oscuridad. Y lo hace con una soberana puesta en escena: la habitación, el amanecer, los cambios lentos e intensos de esa luz que se prolonga por toda la estancia hasta llenar con sus haces el espacio de una añoranza. Se trata de narrar, en imágenes, los sentimientos. Sin palabras, sin apenas movimientos de cámara, dejando que la luz inunde no ya los espacios de la película, sino que se introduzca en la propia retina del espectador. Como en la pintura de Vermeer, por ejemplo.

La plástica de la película, bien se trate de los momentos más íntimos, de ensoñaciones y memorias cohibidas, bien transcurra en los márgenes de lo cotidiano, es inolvidable. Lo cierto es que al hablar de El Sur debería hablarse de dos películas. Una, la que conocemos; otra, la que se quedó en el guion original. Quedó solo lo escrito de esa segunda. El viaje al sur de la protagonista, Estrella (magistralmente interpretada por una joven Icíar Bollaín). Elías Querejeta, uno de los productores responsables de cambiar la sensibilidad cinematográfica de los espectadores en español, suspendió el rodaje de la segunda parte. Erice no tuvo más remedio que rehacer la historia. Y resultó otra película, igual de deslumbrante que aquella que anunciaba el guion original. Todo es un flashback en el que el sentido de algo esencial y perdido para siempre es un elemento central. Como en su anterior filme, Erice recrea la memoria, el silencio, lo oculto, la búsqueda y el misterio de manera sublime. Sublime en el sentido más rotundo del término: es decir, entre la tragedia y la fascinación.

Agustín (interpretación sólida, inquietante, espléndida, de Omero Antonutti), médico, zahorí, vencido, apartado de lo que era el esplendor de su vida, refugiado en una población del norte, retiene, en su mirada, que va más allá de un mero gesto melancólico, la desesperación. Pero si vale el oxímoron, una desesperación serena, discreta, íntima. Sólo la escena del baile, en la comida con su hija Estrella, vale por toda la película. Ese pasodoble que escuchan, al son del cual bailan padre e hija, eleva la emoción hasta límites desconcertantes. En Agustín se mezclan asuntos muy referentes en la cinematografía de Erice: el cine como ensoñación, el pasado no resuelto o, mejor, como un punzón que llega a las entrañas del personaje, el silencio como manifestación de un ambiente exterior represor.

Otra de las escenas que se mantiene incólume con el paso del tiempo, imposible de olvidar, emocionante en su cotidianeidad y en su magistral oralidad, es cuando Milagros (una insuperable Rafaela Aparicio) intenta explicarles a las niñas qué fue eso de la guerra civil. Nadie en el cine español lo ha explicado de manera tan natural y, de nuevo, conmovedora.

Todo en Erice es conmoción y emoción: una ecuación cinematográfica sólo permitida, accesible a unos pocos. Otoño de 1957. Ahí comienza, en la escena citada del amanecer en el dormitorio de Estrella, el arrebatador flashback que compone la película. Es curioso: Erice hace del comienzo lo que sería la preparación de aquello que no se rodó: el mítico viaje al sur. ¿Qué representa ese sur? ¿Qué búsqueda lleva a Estrella a su deseo de ir, por fin, al sur? ¿Qué misterio encierra esa tierra en el principio y el destino de la familia, de padre a hija? ¿Qué pretende Agustín al entregar a Estrella el símbolo que lo hace distinto, ese péndulo de su labor de zahorí?

La grandeza de Erice es dejar que el espectador encuentre por sí solo las respuestas. De esta manera, logra que la película supere el paso irremisible del tiempo y mantenga, cuatro décadas después, toda la frescura, el desasosiego, la incertidumbre y la derrota que muestran los personajes. La película es una profunda paradoja: el verdadero protagonista, el sur, o la clave de todo cuanto ocurre, se encuentra en un lugar solo nombrado. Presente imaginario, memorable, en cada fotograma, sin aparecer físicamente en ningún momento. Toda vida es un viaje, un destino. Un cruce de sombras y memorias, de epifanías que configuran una biografía. Un cruce de biografías que se quedan en el recuerdo, que se recuperan con el arbitrario y enigmático ejercicio de la memoria, tan caprichosa.

Estrella busca retener, para siempre, esas epifanías vividas junto a su padre. Recrearlas, mimarlas, interrogarlas para que el misterio en la oscuridad, como ocurre en la habitación, sea vencido por la luz. Unirse a su padre en esos momentos de vida irrepetibles, recreados. Estrella es consciente de que la memoria, con el tiempo, cambia de foco; olvida y recupera en un azar impetuoso que ni siquiera uno mismo puede controlar. De ahí la necesidad de llenar esos espacios vacíos; de ahí el anhelo de encontrar, como el zahorí, lo que se esconde bajo la mirada luminosa del tiempo pasado y vivido. En 1985, dos años después del estreno de la película, la escritora Adelaida García Morales publicó en Anagrama la novela breve El Sur, seguida de Bene. Pero García Morales ya le había contado a Erice, antes de pensar siquiera en que podría constituir una película, el asunto. La maravillosa escritora completaba así el círculo y El Sur, película y novela, novela y película, quedaban inscritas como el más hermoso de los ejemplos de lo que la literatura puede ofrecer al cine y el cine a la literatura: clásicos contemporáneos.

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