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‘Atraco a las tres’: López Vázquez, un actor excepcional
Publicado el 28/07/2025
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En Atraco a las tres, esa formidable comedia triste del enorme cineasta que fue José María Forqué, encontramos una de las grandes interpretaciones de José Luis López Vázquez. Fernando Galindo es uno de los papeles esenciales y definitivos de su filmografía, pues sabemos que la comedia es más compleja que el drama –como bien descubrió Preston Sturges–, y López Vázquez, tras la máscara de un personaje caricaturesco, se alza como un actor con diversos registros y perfiles, un amplio despliegue de gestualidad, dicción, movimiento y dominio del espacio, y un cálculo minucioso de los diálogos, su ritmo y su interlocución.

Un ejemplo: cuando la espectacular vedette Katia Durán (interpretada por Katia Loritz) llega con un pastón a la modesta agencia bancaria de la calle Marcelo Usera para abrir una cuenta, es Galindo, encargado de cuentas corrientes, quien la atiende. Y, al despedirse, el hombre le suelta desde lo más profundo de su ser aquello de: «Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo». Una frase que pasó a la historia del cine español y que, sin embargo, no estaba en guion: López Vázquez la improvisó, inmortalizando así tanto la película como a su icónico personaje.

Y es que nadie como Galindo encarna mejor la premisa central de Atraco a las tres. Nadie como él puede pretender robar la sucursal siempre y cuando el actual director (José Orjas, tan espléndido en este papel como en el resto de su carrera) cese en su labor. El plan es disparatado y, con razón, el resto de los empleados de la sucursal –Benítez (Manuel Alexandre), Cordero (Agustín González), el conserje Martínez (un soberbio Cassen en uno de sus papeles más entrañables junto al Plácido de Berlanga), Castrillo (Alfredo Landa) y la secretaria Enriqueta (inmensa Gracita Morales)– deciden que está loco, que es un esquirol, un cochino, por plantearse robar su propio banco. El propio director saliente, cesado por el director general, le espeta: «Pero hijo…».

Nadie quiere escuchar a Galindo, pero este les explica a todos que la razón de urdir su diabólico plan es que el antiguo director era tan buena persona (una suerte de Thomas Mitchell de ¡Qué bello es vivir!), daba créditos de tan generosa manera, que con él le habría sido imposible ejecutar su plan. Pero ahora que las 'hienas' del banco han decidido cesarle, es el momento. Nadie le hace caso pero todos, sin saber cada uno lo que hará el otro, llegan a casa de Galindo esa noche para conocer el plan.

Y es entonces cuando Galindo se hace con la situación, logrando que todos escuchen ilusionados las cantidades de dinero que podrán llevarse. Comienza ahí una de las mejores escenas del filme: la de las peticiones de cada uno. Un homenaje a Bienvenido, Mister Marshall (Luis García Berlanga, 1952) en el que oímos solicitar un piso, un coche, trajes, viajes… deseos y cifras que Galindo apunta y distribuye religiosamente, con la exactitud que corresponde a un cajero de cuentas corrientes.

Laten ahí los anhelos discretos y sencillos de la gente discreta y sencilla, la buena gente que sueña con un futuro mejor. «Cuando uno es rico, todo vale», le confiesa Galindo a Martínez durante la visita a un concesionario de Mercedes para calibrar cuál es el mejor modelo de coche, pensando más allá del golpe. Y es que Forqué, a partir de un guion magistral escrito por Pedro Masó en apenas nueve días, logró realizar una película que conectaba con esos anhelos: un cine de raigambre popular maravillosamente ejecutado, sin mensajes ocultos, sobre gente de la calle que expresa a su manera los deseos de justicia social. Sin ir más lejos: cuando alguien comenta que al desagradable interventor del banco, don Prudencio (espléndido Manuel Díaz González en su papel autoritario e inflexible respecto a las normas laborales), le ha tocado la lotería, la secretaria, Enriqueta, replica: «Repartir la suerte, eso es la justicia social».

Toda la película rezuma ese anhelo de una vida mejor. La vida interior de los personajes está reflejada en frases, escenas y diálogos repletos de sencillez, verosimilitud y cercanía con el espectador del año 1962. Forqué muestra una España trabajadora, soñadora, anhelante de una vida mejor. Estamos ante una soberbia comedia coral en la que sobresale, entre tan memorable plantel actoral, la figura de Galindo como el gran maestro de la ceremonia fatal. Y es que si la película es una sucesión de genialidades, casi todas ellas emanan de un inmenso López Vázquez, multiplicado en su actuación como cerebro del robo, director y distribuidor de las acciones de cada uno.

Recordemos la defensa que hace de que del banco no salga ni una peseta antes del robo (ante la cola de clientes que vienen a cobrar mínimos cheques o a sacar de su cuenta corriente cantidades hoy entrañables); la escena de su enamoramiento de Katia y la fatal confesión de sus planes, que derivará en algo terrible para sus pretensiones del hasta llegar al paroxismo (cuando Katia le confiesa, al dar su verdadero nombre para abrir la cuenta, que sí, que es la vedette Katia Durán, pero que ese es su nombre de guerra, y Galindo le responde: «Una guerra para alistarse voluntario»); su negativa a Benítez de adelantarle un anticipo cuando este le dice que lo pide por lo del atraco; el momento en que, contemplando la torpeza de sus compañeros para llevar con éxito la operación, pronuncia: «Aquí quiero ver yo a Al Capone»; su apología de ahorrar en cosas innecesarias que lleva a cabo para que Rafaela Aparicio no retire las cuatrocientas mil pesetas para comprarse un piso, minutos antes de que se realice el robo… Y un sinfín de recursos orales y gestuales que demuestran que estamos ante uno de los más grandes actores de comedia.

Atraco a las tres se relacionó, por lógica, con el Rufufú de Mario Monicelli estrenado cuatro años antes, debido a las enormes concomitancias existentes entre ambas. Pero la singularidad de la película de Forqué es la forja de un personaje como Galindo, que supera las expectativas del guion gracias a la sencillez, el candor, la ternura, la conmiseración y, por qué no, la conmovedora complicidad que le confiere López Vázquez.

Ese fue el gran éxito de la película –un éxito inesperado por los productores que, en su cortedad de miras, pensaron al verla que se trataba de «una broma tonta». Menuda broma, una broma maestra. Cuidado con las bromas que tratan sobre las ilusiones de la gente sencilla, sobre los sueños de la gente sin historia.

Cuántos, en la España de 1962, no se verían reflejados en esos sencillos y cercanos empleados. Cuántos no alabarían el rigor, la profesionalidad y el celo mostrados por Galindo para ejecutar su disparatado y entrañable plan. Frente al Atraco perfecto de Stanley Kubrick, frente a La jungla de asfalto de John Houston, la singularidad de Atraco a las tres está en la sinfonía de gente monda y lironda: personajes ‘cualesquiera’ que emprenden una hazaña imposible, sin el cuajo requerido para realizarla. Benítez pregunta: «¿Tenemos nosotros pinta de atracadores?». Y claro que no la tienen, porque no lo son ni podrían serlo.

Y ahí, en el centro de toda esa acción disparatada, está Galindo. Tras el estreno de este hito que ennoblece la historia del cine español, López Vázquez se sitúa en el lugar preeminente que merece (y así que pasen cien años). El madrileño no fue un galán, ni un rompecorazones, ni un hombre de acción. Ni siquiera fue un Hamlet o un Segismundo en la escena. Fue algo más: un sello propio, singular, único, irrepetible.


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