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‘Mi hija Hildegart’: Fernán-Gómez y Azcona ante lo cruento
Publicado el 09/12/2024
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Cuando Fernando Fernán–Gómez recibió el encargo de llevar al cine el escabroso caso de Aurora Rodríguez (1879–1955) y de su hija Hildegart Rodríguez (1914–1933) –de cuyo nacimiento se acaban de cumplir 110 años–, sintió que no sería una película como las otras, que tenía en sus manos una historia alentadora y fantasmagórica, un anhelo de muchos directores de renombre. Acababa de dirigir la originalísima ¡Bruja, más que bruja! (1977), una película zarzuelera completamente distinta, cuyo exiguo presupuesto no perjudicó en absoluto el resultado final –más bien, lo engrandeció. Sin embargo, con Hildegart, el asunto era diferente.

En Mi hija Hildegart (1977), la personalidad fílmica de Fernán-Gómez parece estar más esquiva. Su dirección denota cierta inseguridad que no se manifiesta en otros trabajos. Es factible que sentir la presión del haber sido elegido por encima de otros directores de más renombre influyese en sus decisiones visuales, llevándole a buscar algo más convencional. El presupuesto también pudo ser un factor decisivo; sirva de ejemplo la escena de la verbena, que sin ser crucial para la historia, manifiesta claramente esa carencia económica. La suma de esos defectos manifiestos (tal y como los consideró el propio Fernán–Gómez) resulta significativa por cuanto tiene calado en el cómputo global de la película.

El guion, firmado por Fernán–Gómez y el genial Rafael Azcona, es formidable. Escrito a partir del libro Aurora de sangre, de Eduardo de Guzmán, que aparece como personaje en la película (interpretado por Manuel Galiana con su habitual aplomo), en él cada frase está elaborada y, en general, toda su historia tiene un fondo real que aporta un tono de rigor asfixiante, fin último de la propuesta cinematográfica. Siendo el guion el elemento crucial de cualquier película, cuesta comprender la razón por la que el filme no termine de envejecer tan bien como puede hacerlo El extraño viaje (1964). Si se lee sobre el papel y a la vez se contempla el resultado final, no cabe duda de que el director siguió el libreto –pero el tono se pierde en pantalla. La cinta se inserta en algo muy próximo al ‘cine–documento’, lo cual siempre entraña dificultades.

Son muchos los aspectos que llaman la atención en esta ambiciosa propuesta que, en cierta medida, termina perdiéndose por falta de medios. Y es que, si bien es posible que aquella no fuera la única razón de la falta de apoyo por parte de crítica y público, sin duda fue un factor más que relevante y que conviene tener presente al evaluar la película casi 50 años después de su estreno.

La historia provoca escalofríos y en ella todo es más lacerante cuando se piensa en su realidad, tan compleja e inquietante. Esa mujer, Aurora Rodríguez, que moldea a su hija, «cráneo privilegiado», y que en cuanto esta comienza a querer descubrir aquello que llaman vida ve truncado su deseo. El guion se centra en el proceso legal al que es sometida Aurora, y si bien Mi hija Hildegart no es estrictamente una película de juicios, sí se sitúa en la estela de dicho género cinematográfico. La complejidad de ambas personalidades es un desafío enorme, y más teniendo en cuenta lo que ha de durar una película (por entonces, no más de 100 o 110 minutos). Los flashbacks a los que recurre la película resultan en unas ocasiones efectivos y originales, y en otras algo torpes, pero siempre sirven para ilustrar al espectador y permitirle analizar, interpretar y, por qué no, convertirse en juez de la relación de estas dos mujeres. Madre e hija que, en no pocas ocasiones, parecen ser una criatura de dos cabezas –eso sí, cada vez más separadas.

La carrera de Hildegart parecía no tener límites intelectuales, sociales o civiles. Aunque la película no trate de eso, conviene recordar que la joven mantuvo una relación por correspondencia con personalidades culturales tan destacadas como el escritor H. G. Wells, quien, con motivo de su viaje a España, pidió que Hildegart fuese su cicerone –algo que terminó por desquiciar a la posesiva madre. Fantasmas de espionaje y la sensación de abandono, de pérdida y de decepción fueron minando cualquier tipo de esperanza para una Hildegart condenada a una pena máxima: no tener permitido ser ella misma. La interpretación de Amparo Soler Leal como Aurora es muy destacable, pero no hay olvidar que la propuesta de dirección buscaba ofrecer más un diario de la época que una película dramática al uso. Esa búsqueda de la objetividad termina por no ser del todo acertada. Porque, como bien señaló el filósofo francés, Jean Baudrillard: «Si quieres ser objetivo, conviértete en objeto».

Son muchos los detalles y las atmósferas que se abren en la historia de dos mujeres que, incluso tras el estreno de La virgen roja (Paula Ortiz, 2024), siguen siendo una absoluta incógnita. La relación de la madre con ese sacerdote, padre no ejerciente de Hildegart, esquivo a la devoción santoral pero no al cuerpo femenino, tiene una presencia sugerente en la película de Fernán–Gómez. En ese sentido, los flashbacks, en los que se opta por un recurso de imagen que no ha envejecido del todo bien, deberían haber aportado mucho más.

No puede entenderse a Hildegart sin su madre, Aurora Rodríguez, y la obsesión de esta, casi propia de una psicópata irreverente y angustiosa. Su relación va un paso más allá del Frankenstein y el Pigmalión. La película subraya una tesis misteriosa: ¿por qué no pensar que quizá fuese el amor furtivo que sentía Hildegart por un abogado el detonante que hiciese que todo se desquiciase? Hildegart era una pura creación de Aurora y esta había consagrado su desdichada vida a esa sublime obra. Sus horas y sus días giraban entorno a su proyecto de hija, a esa mujer ultramoderna como la que inventó Fritz Lang en Metrópolis (1927). Y por ello Aurora temía, con siniestra lógica, que le arrebatasen algo de su magna autoría.

Son estupendas las escenas en las que el personaje interpretado por Soler Leal desnuda a Hildegart –a la que da vida una resolutiva Carmen Roldán– y le pinta el nombre de Aurora en la zona del pubis para que, en un presumible acto de intimidad, su amante supiese a quién pertenecía. Los desnudos tienen relevancia en la propuesta porque el cuerpo de Hildegart era suyo, pero se rebela ante su madre precisamente por la utilización de su cuerpo. Personalidades en contradicción.

La historia es un ingenioso juego de equívocos: Hildegart iba encaminada a ser una pionera del feminismo, una precursora de la liberación sexual –eso sí, viviendo en una casa con una represión fortísima, algo que no deja de recordar a ciertos fundamentos lorquianos. Historia que no deja de analizar a una España en la que la neurosis preguerra era palpable: un ambiente de ebullición, polarización política y social, por un lado, y, por otro, la denominada Edad de Plata de la cultura española, donde se dan cita el cine de Buñuel, las creaciones de Lorca, la pintura de Dalí y la filosofía de Ortega, así como las advertencias de Unamuno, la templanza de Machado, el esperpento de Valle–Inclán, la originalidad pictórica de Maruja Mallo y tantas otras carreras geniales destinadas a una tragedia brutal –pues, mientras tanto, algo estaba carcomiendo a la sociedad española. Y todo ello sucede de manera simultánea, todo a la vez y en todas partes.

¿Qué se intuye en la propuesta de Fernán-Gómez? Quizá pueda pensarse en el futuro de Hildegart. ¿Hubiese sido ese ideal mujer liberada y liberadora o, más bien, un monstruo como su madre? Si algo caracterizaba al cine de Fernán–Gómez era que sus propuestas no se parecían nada a las de los demás, pero con Mi hija Hildegart esto no se llega a cumplir. Se trata de un proyecto más que interesante y que apuntaba maneras, pero en el que estas no llegaron a concretarse. Un título menor dentro de la filmografía cineasta y actor que, no obstante, aborda un asunto de enorme interés y que por ello no deja de merecer al menos un visionado.

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