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‘Goya en Burdeos’: el último sueño de la razón
Publicado el 24/11/2025
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En 1999, Carlos Saura (1932–2023) regresó a uno de sus temas esenciales: la memoria como territorio de sombras y reflejos. Goya en Burdeos es la historia de un artista que, al final de su vida, dialoga con su propio pasado. Pero también es una parábola sobre el poder de la creación, la lucidez y la condena del genio. No es un biopic, sino una meditación visual. Saura convierte el tiempo en espacio interior. En ese sentido, la película pertenece a la misma familia espiritual que Cría cuervos (1976), Elisa, vida mía (1977) o Dulces horas (1982): el recuerdo como forma de conocimiento.

La acción se sitúa en Burdeos, 1828. Francisco de Goya, anciano, enfermo y sordo, vive exiliado junto a Leocadia Zorrilla y la niña Rosarito. En la penumbra de su taller, el pasado regresa con la fuerza de los sueños. A través de las imágenes –más que las palabras– el pintor revive su juventud, su ascenso en la corte de Carlos IV, su pasión por Cayetana de Alba, la violencia de la guerra y el desencanto de la razón. La película fluye como un diario de la conciencia, donde los recuerdos no obedecen al orden del tiempo sino al del deseo.

El Goya viejo que interpreta Francisco Rabal no está solo: frente a él aparece su otro yo, el Goya joven encarnado por José Coronado. Saura divide el personaje en dos cuerpos y dos edades, como si el tiempo se mirara a sí mismo. Este recurso no es solo un hallazgo narrativo, sino una idea filosófica. En el enfrentamiento de los dos Goyas resuena la huella de Borges, esa tensión entre el que fue y el que recuerda haber sido.

En el relato 'Borges y yo', el escritor argentino distingue entre el hombre que vive y el que escribe, entre el sujeto y su doble literario. Saura aplica esa idea al cine: el Goya joven vive y padece; el viejo lo observa desde el recuerdo, con un amor melancólico y una lucidez terrible. «Yo soy los otros que he sido», parece decir. En esa pugna interior –entre el artista apasionado y el sabio cansado– se cifra el sentido profundo del film.

La película, como Borges, plantea que la identidad no es una, sino una suma de reflejos. Goya se contempla a sí mismo como en un espejo: el que pinta y el que sueña, el que desea y el que recuerda. Saura convierte ese desdoblamiento en un diálogo entre razón y locura, entre el deseo de comprender y el impulso de crear.

Francisco Rabal, en su última gran interpretación (murió en 2001, dos años después del estreno), da al Goya anciano una serenidad conmovedora. Rabal no interpreta, respira. En su mirada se concentra todo el cansancio del siglo y toda la obstinación del arte. Su voz quebrada, su gesto mínimo, bastan para expresar una vida entera.

José Coronado, por su parte, compone un Goya joven de carne y fuego. Es el retratista de la corte, el amante de Cayetana, el testigo del derrumbe de la Ilustración. En sus escenas late la sensualidad y el desconcierto del hombre que intuye la tragedia. Coronado no hace del pintor un héroe romántico, sino un ser dividido: el artista que busca belleza y halla horror.

Saura no filma a los dos Goyas como etapas biográficas, sino como dos estados de conciencia. A veces dialogan, a veces se ignoran, a veces se funden en una sola mirada. Ese diálogo interior tiene algo de teatral y de metafísico, como si el alma del artista se representara a sí misma. Trata del misterio de ser uno mismo y, al mismo tiempo, ser otro.

En el centro de esa lucha interior se alza la figura de María Cayetana de Silva, duquesa de Alba, interpretada por Maribel Verdú. Saura la filma como un cuerpo de luz, un torbellino de deseo, libertad y melancolía. No es una musa: es una obsesión. El amor entre Cayetana y Goya –el de Coronado, el Goya de carne– está hecho de ternura y furia, de posesión y pérdida.

Las escenas entre Coronado y Verdú son intensas, íntimas y evocadoras. En el Retrato de la duquesa de Alba de negro ella escribe «Solo Goya» sobre la arena, y el gesto se vuelve emblema de la pasión y del arte. En la escena de Sevilla, cuando Goya la pinta desnuda, el erotismo se transforma en contemplación: la mirada del artista sustituye al tacto. Saura convierte el deseo en una forma de pintura, y la pintura en una forma de amor.

Verdú encarna a Cayetana con elegancia y peligro. Su presencia domina el plano: su belleza es el límite donde Goya encuentra su inspiración y su condena. Cuando muere en 1802, el pintor queda atrapado en un duelo que nunca se apaga. En Burdeos, su espectro regresa: Cayetana aparece como una sombra que camina entre los recuerdos. Para el Goya viejo, ella representa la belleza perdida, la vida misma.

La fotografía de Vittorio Storaro, maestro del color, transforma Goya en Burdeos en un poema visual. Cada plano remite a la pintura: los interiores madrileños de los años 1790 se tiñen de oro y carmín; las sombras del exilio francés, de gris y ceniza. El italiano ilumina desde dentro, como si la memoria tuviera su propia fuente de luz. El resultado no es realismo, sino reminiscencia.

Los tonos que envuelven a Cayetana son cálidos, vivos; los que acompañan al Goya anciano son pálidos, casi de yeso. Saura y Storaro componen una dialéctica visual entre la luz de la vida y la sombra de la muerte. En cada plano, el color es un estado de ánimo, una extensión de la conciencia.

La música de Roque Baños, tenue y melancólica, se confunde con el rumor del tiempo. Es la música del silencio, la que Goya –ya sordo– imagina dentro de sí. El sonido se vuelve interior, como la memoria.

La película abarca también el drama histórico: la guerra, la represión, el exilio. Saura recuerda al Goya afrancesado que abrazó los ideales de la Ilustración y fue testigo de su ruina. Los Desastres de la guerra (1810–1815) y las Pinturas negras (1819–1823) no son meras alusiones: aparecen en la pantalla como visiones, como si los monstruos de sus cuadros cobraran movimiento.

Pero Saura no ilustra: interpreta. En su film, Goya es el hombre que mira sin cerrar los ojos. El arte no salva, pero da testimonio. El sueño de la razón produce monstruos: el emblemático título del grabado del aragonés –que podría resumir el pensamiento de todo el siglo XIX– se convierte aquí en clave moral y estética. El pintor que se atrevió a mirar la violencia se confunde con el cineasta que filma la memoria de un país.

Goya en Burdeos lleva también la huella de Antonio Saura, hermano del director, pintor fundamental de la posguerra española. Falleció en 1998, poco antes del rodaje. Antonio había dedicado gran parte de su obra a reinterpretar a Goya, especialmente sus Pinturas negras, que consideraba «la conciencia de Europa». Sus figuras deformadas, sus cuerpos en tensión, parecen prefigurar la estética del film.

Carlos Saura, al rendir homenaje a Goya, rinde homenaje también a su hermano: dos creadores que, como el pintor aragonés, exploraron los límites entre la luz y la sombra, entre el sueño y la razón. De ahí que Goya en Burdeos sea algo más que una película: es una síntesis de todas las artes –pintura, música, teatro, literatura–, la aspiración de los Saura a una obra total.

En la última secuencia, el Goya anciano de Rabal mira al vacío. No hay palabras. Solo la luz, el silencio, la conciencia de haber visto demasiado. Es el eco de un pensamiento borgeano: «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río». Goya contempla su pasado y comprende que él mismo es su creación, su pintura y su recuerdo.

Carlos Saura filmó en Goya en Burdeos su propia meditación sobre el arte y la vejez. En el fondo, el cineasta y el pintor se confunden: dos hombres que luchan contra el tiempo, que buscan la forma definitiva de la mirada.

Como escribió Borges en El otro, el mismo: «Nadie es patria: todos lo somos». Tampoco Goya pertenece ya a su siglo. En Burdeos, en la penumbra, frente a su doble y a su amor perdido, representa a todos los artistas que se enfrentan a su propia sombra. Goya en Burdeos es su epitafio y su espejo: un film donde el arte vence a la muerte y la memoria se vuelve luz.

«El cine comienza con Goya», dice Juan Pedro Quiñonero. Y Saura parece confirmarlo. Los Caprichos y Desastres de la guerra son ya fotogramas: secuencias detenidas que cuentan historias sin palabras. El pintor, como el cineasta, crea un lenguaje visual universal, donde la emoción precede al discurso. Saura recoge ese legado y lo transforma en un relato de luces, sombras y silencios.

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