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Violencia oculta en un bosque moribundo: ‘Furtivos’ (José Luis Borau, 1975)
Publicado el 07/07/2025
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Tras su estreno en 1975, en pleno estertor del régimen franquista, Furtivos no solo se convirtió en una de las películas más audaces y perturbadoras del cine español de la Transición, sino que incluso hoy sigue siendo una obra incómoda y de una fuerza simbólica difícil de igualar –si bien es cierto que no todas sus secuencias han envejecido igual de bien.

Dirigida por José Luis Borau y ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, la cinta llegó a las salas pocos meses antes de la muerte de Franco y fue recibida como un puñetazo en la mesa: cine valiente, feroz, profundamente político en su lectura subterránea, aunque disfrazado bajo los signos de un drama rural.

Borau, que escribió el guion junto con Manuel Gutiérrez Aragón y produjo la película con su propia productora, El Imán, llevó a cabo un proyecto que bordeaba constantemente los límites de la censura. El cineasta zaragozano fue muy hábil al evitar la denuncia directa o el panfleto, optando por una narración cargada de símbolos, silencios y una violencia larvada que recorre la historia de principio a fin.

Borau filma los bosques de la provincia de Segovia como si se tratara de un espacio arquetípico, al mismo tiempo real e inquietantemente alegórico. La naturaleza no es un simple decorado, sino un personaje en sí mismo, hostil y denso, que refleja la atmósfera opresiva en la que viven sus protagonistas. Los planos están cuidadosamente construidos, con una contención que aumenta la tensión. Las elipsis y lo no-dicho son claves: Borau sugiere más de lo que muestra, y esa estrategia estilística es precisamente lo que hace que el horror que atraviesa la película resulte aún más perturbador.

La trama gira en torno a Ángel (Ovidi Montllor), un cazador furtivo que vive en una casa aislada del bosque junto a su madre, Martina (Lola Gaos), una mujer posesiva, cruel y autoritaria. La relación entre ambos no solo es disfuncional: bordea lo incestuoso y lo patológico. Martina domina la vida de su hijo hasta extremos asfixiantes, tratándolo como si fuera a la vez un niño y un amante, en una confusión de roles donde no hay espacio para la autonomía ni el deseo.

Todo cambia cuando Ángel recoge a una joven fugitiva, Milagros (Alicia Sánchez), una chica que escapa del reformatorio y busca refugio. La introduce en su mundo secreto, en su guarida, rompiendo el equilibrio siniestro que mantenía con su madre. Milagros, con su vitalidad herida y su deseo de libertad, desata los celos y el odio de Martina, que ve amenazada su autoridad y el control emocional que ejerce sobre su hijo.

El triángulo que se forma es letal. La tensión crece en cada escena, y la violencia –sorda, larvada, inevitable– va tomando cuerpo hasta desembocar en un final brutal, con ecos de tragedia griega y pulsión ancestral. A esto se suma un antiguo amante de Milagros, un personaje menor, pero que aporta un desenlace narrativo a la trama.

Más allá del drama íntimo, Furtivos funciona como una potente metáfora del final del franquismo. Martina es la encarnación del poder autoritario, seco, represivo. Su figura materna puede leerse como la representación simbólica de una patria castradora, que impide a sus hijos crecer, amar, decidir. La interpretación de Lola Gaos es formidable: revela todos los matices que puede conllevar un amor ilimitado teñido de dominación y locura.

Ángel representa una España sumisa, atrapada en la obediencia, infantilizada y emocionalmente mutilada. Milagros, por su parte, encarna la posibilidad de una ruptura, de una regeneración que es deseada pero también temida, y que solo podrá surgir tras un estallido de violencia.

Borau juega con estas capas de significado de forma harto inteligente. Nunca declara abiertamente sus intenciones, pero los signos están ahí: las armas como símbolo del poder masculino; la caza como metáfora del dominio y la violencia; la naturaleza salvaje como representación del subconsciente reprimido de una sociedad marcada por el miedo y el silencio...

La aparición del gobernador civil, interpretado por el propio Borau, añade otra capa a la lectura política. Este personaje urbano, que viene de fuera y no comprende el mundo rural que pisa, se muestra hipócrita, incompetente y desconectado de la realidad. Su presencia marca la distancia entre el poder central y la vida profunda del país, sugiriendo que el verdadero conflicto no está en las instituciones, sino en las estructuras familiares, afectivas y simbólicas que sostienen el sistema.

Uno de los elementos más inquietantes de Furtivos es la representación de la violencia, no tanto como un estallido repentino, sino como una presencia constante, heredada, estructural. El mal no aparece como una anomalía, sino como algo que forma parte del tejido mismo de las relaciones humanas, especialmente cuando están marcadas por la represión, el silencio y la dependencia.

La violencia que Martina ejerce sobre Ángel no es solo física: es emocional, simbólica, ritual. Lo trata como si fuera de su propiedad, infantilizándolo, ridiculizándolo, castigándolo con palabras crueles y miradas de desprecio. Su relación no tiene salida: el único modo de romperla será a través del crimen. Furtivos muestra cómo el autoritarismo y la violencia estructural se transmiten como un legado invisible pero devastador.

En el momento de su estreno, Furtivos supuso un escándalo. La censura franquista obligó a recortar algunas escenas, especialmente aquellas en las que la relación entre madre e hijo se volvía demasiado explícita. Sin embargo, la película se salvó en gran parte gracias al prestigio creciente de Borau y al clima de relajación política que empezaba a surgir tras la caída del régimen.

Su recepción fue entusiasta en los círculos críticos y festivaleros. Ganó la Concha de Oro en San Sebastián y obtuvo un gran reconocimiento fuera de España, donde se valoró su capacidad para retratar con crudeza una realidad reprimida. En el país, sin embargo, su impacto fue más silencioso, como corresponde a las películas que dicen demasiado con muy poco.

Con el paso del tiempo, Furtivos se ha consolidado como una de las grandes obras del cine español del siglo XX. Su influencia se percibe en directores como Montxo Armendáriz, Icíar Bollaín, Agustí Villaronga o Carla Simón, que también han explorado las zonas oscuras de la infancia, la familia y la violencia soterrada. Su valentía temática y su estilización formal han convertido a Borau en una figura esencial del cine político y simbólico en España.

Furtivos no ofrece consuelo. No hay redención ni esperanza evidente. El bosque sigue ahí, con su espesura simbólica, con su amenaza latente. Borau no juzga a sus personajes, pero tampoco los disculpa. La tragedia se presenta como un destino inevitable cuando las estructuras de poder –familiares, políticas, afectivas– están podridas desde dentro.

Lo que queda al final es una sensación de desolación, de intemperie. Y sin embargo, también una forma de liberación. Porque solo cuando se rompe el lazo enfermo que une a Ángel con su madre –aunque sea mediante la muerte– se abre una posibilidad, un vacío que puede ser ocupado por algo nuevo.

Furtivos es una obra de clausura y de umbral. Un fin de época. Una elegía oscura para una España que moría, y un aviso de que lo que vendría después no estaría exento de sombras.


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