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La radio nunca falla: ‘Historias de la radio’ (José Luis Sáenz de Heredia, 1955)
Publicado el 09/06/2025
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Desde su mismo estreno en julio de 1955, Historias de la radio se convirtió en un fenómeno de público y crítica que ha resistido el paso de los años. Su director, José Luis Sáenz de Heredia, construyó un mosaico de pequeñas fábulas urbanas, hiladas por la magia invisible de las ondas, y trazó así un retrato coral de la España de posguerra. Sin grandes alardes técnicos ni melodramas, el cineasta apostó por un tono ligero, cargado de humor y optimismo, para celebrar la radio como espacio de encuentro, entretenimiento y complicidad colectiva.

El guion se organiza en cuatro episodios que, sin necesidad de un enlace narrativo explícito, dialogan entre sí gracias a una emisora que actúa como puente. En el primer relato, un concurso invita a los participantes a acudir al estudio vestidos con trajes de esquimal. El segundo gira en torno al equívoco de un ladrón que, por error, recibe la llamada de un oyente entusiasta. El tercero retrata a dos seguidores de un programa de gimnasia que imitan los ejercicios en plena calle. Y el cuarto y último narra cómo la solidaridad de un pueblo, impulsada por un concurso radiofónico, permite que un niño enfermo viaje a Estocolmo para recibir tratamiento médico. En todos los casos la radio deja de ser una simple voz para convertirse en motor dramático y cómplice de la acción.

La austeridad de recursos –filmación en blanco y negro, decorados mínimos, reparto reducido– no impide un despliegue notable de ingenio visual. El director de fotografía, Antonio L. Ballesteros, apostó por intensos contrastes de luz que subrayaban las emociones en los rostros de los personajes. El encuadre se estrecha sobre un micrófono, una antena, una mirada suspendida en el aire… y por un instante todo el mundo exterior desaparece. Esa capacidad de transformar lo cotidiano en una ceremonia íntima revela el talento de artistas que sabían hacer mucho con muy poco.

La interpretación de actores excepcionales como Pepe Isbert, Francisco Rabal, José Luis Ozores, Alberto Romea (el inolvidable ‘Pichirri’, cuya escena es una de las más conmovedoras del cine español), Tony Leblanc, Margarita Andrey, Ángel de Andrés, José Calvo, Guadalupe Muñoz Sampedro, José Orjas… ocupan un lugar privilegiado en la historia de la cinematografía española. En su dicción, su gestualidad y sus movimientos ante la cámara demuestran una profesionalidad excepcional.

Y si el apartado visual se alía con la economía de medios, el sonido se convierte en la verdadera arteria de la película. Sáenz de Heredia y su equipo multiplicaron los efectos sonoros de estudio –chasquidos de micrófonos, siseos de emisoras, risas desacompasadas– para tejer un paisaje acústico que sostiene y ensalza la narración. Lejos de invadir, la banda sonora respeta silencios y pausas, de modo que cada palabra lanzada al aire adquiere un valor ritual: una contraseña que une al locutor con el oyente, al ladrón con el público, a los aficionados al ejercicio con un televisor que nunca aparece.

El humor, por su parte, es la columna vertebral del relato. En Historias de la radio la risa nace de lo inesperado, de la ingenuidad de los personajes y de la complicidad que se establece con el espectador. Aquel que entra en plató con un abrigo polar mientras la nieve solo existe en la imaginación sonora; el bandido que huye al confundir un saludo con una amenaza policial; los dos fanáticos de la gimnasia que ejercitan sus cuerpos torpes siguiendo las instrucciones al otro lado del aparato… Cada gag, cada situación absurda, contribuye a dibujar un retrato entrañable de una sociedad que buscaba alegría en medio de la escasez.

Cartel de Días de radio (Dominio público).

Treinta y dos años más tarde, Woody Allen rendiría su propio homenaje al poder evocador del dial con Días de radio (1987). Las similitudes son evidentes: ambas películas convierten un medio de comunicación en catalizador de historias fragmentadas. Sin embargo, las diferencias también son profundas. Sáenz de Heredia prescinde de narrador –salvo en algún momento– y deja que los personajes hablen por sí mismos. Allen, por su parte, opta por una voz adulta –la suya propia– que rememora la infancia y guía al espectador con tono melancólico.

Las dos películas difieren también en su mirada sobre la época. Historias de la radio tiene un tono optimista: a pesar de la censura y las restricciones, el cine español de 1955 celebra la solidaridad y la imaginación popular. Su mirada es colectiva y luminosa. Allen, en cambio, ofrece una visión íntima, marcada por la nostalgia ambigua: la ternura por lo perdido y la lucidez de quien reconoce la fragilidad de la memoria. En la España de los 50, la risa abre un espacio de esperanza. En la América de los cuarenta, la radio era espejo de un tiempo que se observa con afecto escéptico.

También sus raíces cinematográficas son distintas. Sáenz de Heredia bebe del costumbrismo español y del teatro de revista, con un humor gestual y escénico. En cambio, Allen se alimenta de la comedia neoyorquina y del monólogo interior: su humor es más verbal y su montaje más libre, saltando de episodio en episodio con una lógica poética que reproduce el vaivén de los recuerdos.

Con todo, ambas películas coinciden en una convicción esencial: la radio fue una herramienta de cohesión social, un escenario común donde se forjaba la imaginación compartida. Ambos directores rescatan aquellas emisiones, a menudo olvidadas, para reivindicar su valor como documento cultural. Así, Historias de la radio y Días de radio trascienden la comedia y se convierten en crónicas afectivas de sociedades que escuchaban juntas, que vibraban al unísono con una misma frecuencia.

La cinta de Saenz de Heredia posee un valor añadido: las anécdotas del rodaje, muchas veces tan memorables como las propias escenas. El concurso del primer episodio, que exige trajes de esquimal en pleno agosto madrileño, provocó que los actores sudaran tanto que los micrófonos se empaparon de vapor. Fue necesario secar los equipos con toallas y rodar de un tirón para evitar fallos. En la segunda historia, ante la ausencia del camión de Radio Nacional, se improvisó con uno de reparto; el sonido fue doblado después con precisión artesanal, simulándolo con cubos y ollas.

En el tercer relato, Francisco Rabal añadió un silbato doméstico a su actuación para dirigir la gimnasia con desparpajo; su improvisación desató las carcajadas del equipo y aquello quedó en el montaje final como una joya espontánea. Por otro lado, el plató de la emisora fue un hangar de Vallehermoso con paredes falsas, una de las cuales cedió en plena toma –revelando a un técnico que sostenía un cable. El ruido se coló en la pista y quedó como una especie de guiño escondido para los más atentos.

La música de Ernesto Halffter también se infiltró en el rodaje de forma insólita: el compositor, disfrazado de técnico de iluminación, volcó un foco y tarareó una melodía cerca del micrófono. El equipo decidió dejar ese fragmento como fondo en varias transiciones – un homenaje involuntario al autor.

Así, cada rincón del filme está lleno de pequeños milagros. La fotografía en blanco y negro convierte lo modesto en poético; la iluminación transforma un simple estudio en un santuario de intimidad; los micrófonos se vuelven altares de la voz. Con recursos mínimos, la película capta la grandeza de lo cotidiano.

Historias de la radio es una pieza imprescindible dentro del catálogo de Platino EDUCA, pues demuestra que la imaginación puede más que el presupuesto. Sus historias, tan simples como conmovedoras, construyen un universo donde el sonido guía la emoción. Hoy, al revisitarla, no solo podemos apreciar una comedia ingeniosa, sino también una lección de cine y de vida: cómo convertir la escasez en creatividad y el ruido de fondo en una melodía inolvidable.


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