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Amparo Rivelles: añoranza en su centenario
Publicado el 07/04/2025
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Amparo Rivelles (1925-2013) trascendió el tiempo cinematográfico, las fronteras y los territorios. Fue su atrevimiento interpretativo lo que la distinguió del resto de sus contemporáneas, desde la España de posguerra hasta el esplendor cinematográfico y teatral de Iberoamérica. Al evocar su nombre hoy resurge la elegancia de cada una de sus interpretaciones, esa profundidad y ese magnetismo escénico que siguen fascinando al revisar su legado. Una voz inconfundible que el tiempo mimó con el paso de los años, y una presencia escénica apabullante. Rivelles fue capaz de desarrollar una trayectoria que combinó cine, teatro y televisión. Y en cada uno de los medios y los géneros mostró, y demostró, una versatilidad poco común para su época. Algo que se podría extender a un ahora en el que todo está raramente enturbiado por eso de las ‘farragosas catalogaciones’. O aquello que decía Unamuno de que «definir es confundir».

Malvaloca (Luis Marquina, 1942) fue un título clave en su filmografía y estuvo quince años representándolo en teatro. Allí coincidió con Alfredo Mayo –del que fue pareja un tiempo– y puso de moda aquella famosa coplilla: «Debajo de la capa de Alfredo Mayo, Amparito Rivelles monta a caballo». Pero el momento culmen de su carrera, o uno de ellos, fue su intervención en El clavo (Rafael Gil, 1944), una obra maestra del cine español de la posguerra. Y es que, si se analiza de manera pormenorizada y con la pátina insoslayable del tiempo, se constata que el cine español de los 40 no tiene nada que envidiar al de otras latitudes de esa década, –a pesar de censura, limitaciones ideológicas y demás derivados de la Dictadura–, pues cinematográficamente presenta unas calidades notables. Títulos tan extraordinarios como La carta (1940) o La loba (1941), de un maestro como fue William Wyler, no son superiores a la película de Rafael Gil.

En El clavo Rivelles ofreció una interpretación magnífica en la que dio vida a una mujer atrapada entre el amor y el misterio. Su trabajo puso de manifiesto un talento difícilmente igualable al combinar fragilidad, fortaleza, dulzura y determinación. Con su voz grave y envolvente supo dotar a su personaje de un magnetismo hipnótico, convirtiéndolo en una de las grandes figuras femeninas del cine de la época. La adaptación del cuento homónimo de Pedro Antonio de Alarcón con Rivelles a la cabeza consiguió plasmar una atmósfera de tensión emocional que mantenía al espectador en vilo. La sutileza con la que la madrileña interpretó su personaje demostró que no necesitaba grandes aspavientos para transmitir la intensidad de un drama clásico. Tanto a Rafael Durán como a Rivelles les ofrecieron ir a Hollywood, pero aquello no resultó –eso sí, tiempo después la actriz intervino nada menos que en Mr. Arkadin (Orson Welles, 1955).

El clavo (Rafael Gil, 1944).

Y llegó 1957, año en que Rivelles, al igual que otros muchos artistas de su generación, cruzó el Atlántico y encontró en México un nuevo desafío para su monumental capacidad interpretativa. Baste recordar que la que posiblemente sea la mejor etapa de Luis Buñuel se desarrolló en ese país –una segunda 'casa-patria' artística en la que el aragonés habitó veinticuatro años, junto a cineastas como Luis Alcoriza, el guionista Julio Alejandro y otros. El cine le ofreció nuevos retos, interpretaciones más maduras y papeles que consolidaron su prestigio.

Rivelles compartió cartel con figuras como Arturo de Córdova y Jorge Mistral, desplegando un talento que fue elogiado por la crítica y el público. Su adaptación a la industria mexicana fue extraordinaria, dando vida a personajes complejos que le trajeron el reconocimiento en un país en donde la industria cinematográfica estaba en pleno auge. Conviene recordar que la primera película que rodó allí fue El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959).

Aquel guion escrito por Luis Alcoriza, del que cabría destacar no solo su espléndida película Tiburoneros (1963), sino también sus colaboraciones con Luis Buñuel y sus argumentos para dos de las ‘marcianadas’ más interesantes –y criticadas– que dirigió Fernando Fernán-Gómez, al encargarse de trasladar la realidad mexicana a la española en Siete mil días juntos (1994) y Pesadilla para un rico (1996). En la carrera de Rivelles, por otro lado, destacan melodramas familiares, teleseries o una llamada de atención para su regreso como fue aquella versión de La casa de Bernarda Alba (1980) que dirigió Gustavo Alatriste. Su presencia en las telenovelas también fue constante y con ellas cosechó muchísimo éxito y reconocimiento.

Amparo Rivelles no solo fue un rostro irremplazable del cine. Su romance con las tablas tiene una relación directa con aquellas palabras de Ingmar Bergman en las que confesaba que «El cine es mi amante, pero mi mujer es el teatro». Y su verdadero amor siempre fue el teatro, donde su voz y presencia adquirían un poder hechizante en los espectadores. A los 13 años se inició en la dramaturgia, curiosamente para que su madre, María Fernanda Ladrón de Guevara, la dejase salir por la noche.

Rivelles fue una actriz valiente que, en su regreso a España, interpretó maravillosamente textos de Jean Cocteau, Benito Pérez Galdós o aquella Celestina dirigida por Adolfo Marsillach. También compartió escenario con Núria Espert en La brisa de la vida, de David Hare. Y estos son solo unos pocos ejemplos de tantos inolvidables papeles.

La actriz destacaba por su capacidad para transmitir con la mirada y hacer de sus silencios un arte –porque ya se sabe lo difíciles que pueden resultar de interpretar sin caer en lo maniqueo. Elogiar su voz, por otro lado, sería redundar en algo de lo que no cabía duda ya desde sus comienzos. Aquella manera de modularla y de conseguir naturalidad sin recurrir a la sobreactuación era sencillamente deslumbrante. Y su forma de interiorizar los personajes era algo que muy pocas actrices han sabido aportar con tanta exquisitez.

Esquilache (Josefina Molina, 1989).

La televisión fue también un maravilloso refugio para constatar su arte interpretativo: basta recordar la adaptación televisiva del texto basado en la obra de Gonzalo Torrente Ballester, Los gozos y las sombras (1982), en la que desplegó una interpretación portentosa. La televisión y su poder le hizo conectar con diversas generaciones y formó parte igualmente de Farmacia de guardia (Antonio Mercero, 1991-1995) y de La regenta (Fernando Méndez-Leite, 1995).

Y de nuevo el cine dejó patente su versatilidad interpretativa, consiguiendo el primer premio Goya a la mejor interpretación femenina en 1986 por el papel de Laura en Hay que deshacer la casa (José Luis García Sánchez, 1986). Una nominación al mismo premio le valió Esquilache (1989), película dirigida por Josefina Molina con magnífico pulso narrativo e histórico. Una actuación memorable en donde su elegancia y su voz envolvente la convirtieron en una figura de peso en el desarrollo de un acontecimiento singular. Se trata este de un filme plagado de figuras interpretativas entrañables y brillantes, que recrea una etapa moderadamente conflictiva, con una ambientación ejemplar, unos personajes muy marcados por su papel en los sucesos que envolvieron a la figura de Esquilache y la Corte española, y que puede encontrarse en el catálogo de Platino EDUCA.

Amparo Rivelles fue un referente que ofreció una manera de interpretar en la que la profundidad emocional se imponía a la mera apariencia. El tiempo y la revisión de sus trabajos son una excelente prueba de un trabajo que no envejece y que sirve de guía a cada nueva generación de intérpretes. Su compromiso con el arte siempre fue innegociable y alentador. Una dama del escenario, una estrella que brilló en dos continentes y en todas las disciplinas del arte interpretativo. Y es una pena que no quisiese escribir sus memorias, pero como bien señaló: «Mis memorias, son mías». Como entre gente cabal debe ser. Celebremos los cien años de una gran actriz española y de una saga de grandes actores.

Película mencionada


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