Jaime Chávarri (Madrid, 1943) estrenó en 1976 una de las películas más originales y controvertidas de la historia del cine español: El desencanto.
Lo que en un principio fue ideado como cortometraje se fue enrevesando –puede que por idea del propio Michi Panero– y tanto el productor, Elías Querejeta, como el propio Chávarri, se dieron cuenta de que el desafío era mayor y más exigente, por lo que se optó por el largometraje.
¿Y en qué género encajaba el proyecto? Lo más natural es no complicarse y asumir que se trata de un documental. Pero esa valoración sería un error garrafal, pues el retrato amargo, inquietante y sugerente de la familia Panero es algo que va mucho más lejos. Dicho lo cual, tampoco se puede decir que fuese algo nuevo o inventado por productor y director –solo con retroceder unos años y visitar El Quijote ya podría constatarse esa hibridación genérica.
Podría meterse dentro de ese cajón desastre que es el falso documental, aunque tampoco serviría, porque El desencanto propone algo más. Pero, ¿qué? Y tampoco es posible situarlo en el limbo entre el documental y la ficción –aunque estaría cerca, posiblemente más ficción que documental.
La genialidad que engloba a la familia Panero, una de las sagas literarias más emblemáticas y a la vez disfuncionales de la España del siglo XX, es retratada en una realidad repleta de aristas, maldición y fantasmagoría. ¿Captura Chávarri la esencia de esa familia? Sí, pero hay mucho más que eso.
Todo parte del padre, Leopoldo Panero, académico de la RAE y poeta destacado de la posguerra. Su figura es el interrogante sobre el que se construye todo, pero es una figura oculta, que aparece como esas sombras del zar en el Iván el Terrible (Serguéi Eisenstein, 1944) o como el espectro del padre de Hamlet.
Su presencia es siempre a través de su viuda, Felicidad Blanc, también escritora, y de sus tres hijos, Juan Luis, Leopoldo María y Michi. Un núcleo familiar que, más allá de su talento literario, se caracterizó por su complejidad emocional y su incapacidad para convivir en armonía. Hay una idealización de la figura paterna en los hijos, al tiempo que el tormento de la madre llega a ser demoledor en alguna de las conversaciones con ellos. Y en especial con el mediano, Leopoldo María: pensemos en cómo fue censurada la escena en la que este habla del sexo en los psiquiátricos –que a día de hoy sí está incluida en el metraje.
¿Cómo es la relación entre los hermanos? ¿Se miran? Hay una puesta en escena muy trabajada bajo el disfraz de una aparente inmediatez. Del mismo modo, hay un sentido del humor bastante crudo pero acertado que permite que la película vaya creciendo.
La película se filmó en la casa de los Panero, en Astorga (León), y el espacio se transforma casi en el personaje principal de la propuesta. La cámara recorre la decadencia que acompaña a la familia a través de los pasillos y las habitaciones.
Todo va en consonancia con ese abandono emocional que corroe a los Panero, fieles testigos del derrumbamiento de un pasado glorioso a un presente desolador –o, cuando menos, con escalofriantes nubarrones. Los pasillos y las habitaciones de la casa se muestran a través de una cámara que va captando la decadencia instalada en el estado emocional de sus habitantes. Sobra decir que la película no tendría ese empaque de haberse rodado en otro lugar.
Consciente de lo que filma, Chávarri es capaz de potenciar una atmósfera perturbadora y a la vez íntima. El tiempo parece no existir, el pasado se alterna con el presente y el tambaleante futuro se intuye, mientras imágenes de archivo evocan otro tiempo que, sin duda, fue mejor.
El director ha de ser ese voyeur que contempla, capta y potencia lo que rueda. Pero una película no solo está compuesta por imágenes: de ahí que el trabajo del sonido añada inquietud mediante una voz en off con textos del difunto poeta, padre y marido, a la vez que el objetivo se adentra en aquellos espacios con ecos y en rostros que contemplan sin miedo –¿al espectador?–, pero con inquietud.
La opción del blanco y negro es primorosa y ayuda a captar ese desencanto desnutrido y aterrador. El silencio prima y los recuerdos, al ser evocados, chocan, porque aunque la memoria sea traidora, no se puede huir de la familia. Los Panero, viuda incluida, no son intimidados por la cámara. Se dejan seducir por ella y no le rehúyen la mirada, lo cual beneficia al conjunto.
Los diálogos, ¿son naturales o hay algo más en ellos? Todo está planteado en un in medias res que avanza sin freno. El tiempo corroe sin piedad a los Panero, pero ellos parecen asumirlo en ese enjambre de cultura y decepción en el que residen.
¿Y por qué se retrasa tanto la aparición de Leopoldo María? Parece que es la infancia del poeta, vista por los demás familiares primero, posteriormente analizada por él, la que cobra relevancia. Esto genera interrogantes que no se aclaran y que aumentan la leyenda los Panero.
¿Qué les sucedió después de la película? Su estreno lo cambió todo y posiblemente los Panero empezaran a parecerse más a los de la película que a ellos mismos. Todo cambio entraña riesgos.
¿Hubiese importado que la película tuviese una duración de 5 horas? No. En estos tiempos, probablemente, se habría optado por hacer una serie. ¿Se podría hacer con el material en bruto de su rodaje?
El desencanto es un claro referente dentro del cine español, una obra que reflexiona sobre la identidad, la verdad, la mentira y el quién somos. Y sin ofrecer respuestas, pues el mejor cine siempre es aquel que suscita interrogantes.