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Fazañas de la fermosura: ‘Don Quijote de la Mancha’
Publicado el 05/11/2024
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En 1947, coincidiendo con el cuarto centenario del nacimiento de Miguel de Cervantes, tuvieron lugar varios actos conmemorativos a propósito de los dos libros que el escritor dedicara a la figura de Alonso Quijano «el Bueno», lo que hoy conocemos como Don Quijote de la Mancha. Y antes de adentrarnos en la película dirigida por Rafael Gil, merece la pena mencionar el trabajo realizado por la BBC en su adaptación radiofónica de 27 capítulos, el proyecto más ambicioso al que se había enfrentado la emisora. Los capítulos se emitían todos los días a excepción de los domingos, cuando eran sustituidos por músicas inspiradas en la obra de Cervantes (Henry Purcell, Richard Strauss y Manuel de Falla).

Ahora sí, pasemos a la película de Rafael Gil. Para Cifesa, por entonces la productora más importante y conocida del cine español, adaptar esta obra magna de la literatura suponía un reto mayúsculo. Su propuesta debía estar a la altura de la obra de Cervantes y, a la vez, resultar en una película que no 'envejeciese'. Tengamos en cuenta la extensión de los dos libros publicados en 1605 y 1615. Aquí el primer desafío importante era el guion: ¿cómo condensar la historia sin perder su esencia?

La propuesta tuvo como base una síntesis realizada de forma loable, aunque partidista, por Antonio Abad Ojuel –quien ya había escrito los diálogos en La fe (1947)–, la cual Rafael Gil transformó en un guion eficaz. ¿De qué tipo de adaptación estamos hablando? Sesgada, como es de esperar. Y yendo a lo particular, el libro de 1605 tiene una mayor presencia que el publicado en 1615. Eso consigue que la película tenga diferentes velocidades, aunque en ella prime la celeridad casi sin aliento para conseguir mostrar parte de la esencia de los textos.

Don Quijote, la versión del austríaco G. W. Pabst estrenada en 1933, fue un referente fácil de superar debido a las libertades que aquella película se tomaba. Rafael Gil, que e 1947 también realizaría otras dos películas, aceptó el reto de enfrentarse a la obra más importante de la literatura española –y quizá mundial, siendo, sin discusión, la primera novela moderna. Al haber sido filmada durante el primer franquismo, la película plantea un ideal más cercano al de la posguerra española que al de 1605 o 1615, pero eso era algo contra lo que no se podía luchar –y menos en ese año de celebraciones cervantinas. Esta particularidad resulta muy notable en la secuencia de los galeotes, despachada con tal ligereza (ni siquiera se menta a Ginés de Pasamonte) que no posee calado alguno y frena la intencionalidad original para reafirmar ese ideal del momento en que se rueda la película.

La producción tuvo lugar desde el verano del 1946 hasta su estreno en marzo de 1948. La película supera las dos horas y el ritmo de sus aventuras resulta trepidante: no hay tiempo que perder. Se trataba de ser ambicioso y de «exportar» la obra de Cervantes: ¿cuántas personas que no la hubiesen leído podrían entender la síntesis de la misma? En ese aspecto, la cinta está muy conseguida.

Es cierto que los textos, en mayor o en menor medida, están reflejados en la película –a excepción de algo tan sugerente como los mensajes metaliterarios o la escatología que ofrecía Cervantes. Una de las licencias más extrañas, grotescas y divertidas es la aparición de Sancho Panza en el tejado de Alonso Quijano. Resulta acertada dentro de la empatía que se genera entre Don Quijote y Sancho –o lo que es lo mismo, el llamado proceso de «quijotización» de Sancho– pues este ya parece estar instalado allí antes incluso de convertirse en su escudero. Es probable que su intención fuese dar celeridad al compadreo entre ambas figuras.

Con respecto al componente metaliterario, la voz en off empleada en lo que sería el comienzo del segundo libro es muy diferente al comienzo de la película. ¿Por qué se emplea esa voz en off? Sin duda alguna para facilitar la comprensión. Es una decisión inteligente y un guiño al espectador, para ofrecerle claves a la hora de ver a Don Quijote convertido en personaje de un exitoso libro. Por el contrario, se prescinde de un elemento poderoso en ambas novelas, el de la crítica literaria, algo que se evidencia en la –algo esquelética– secuencia de la quema de libros.

El comienzo es directo y ya va ofreciendo pistas. La primera salida, que tiene como consecuencia la caída de Don Quijote, ya lleva al espectador a preguntarse: ¿a quién le duelen esos golpes, a Don Quijote o a Alonso Quijano? De forma acertada, queda patente que es a Alonso Quijano, del mismo modo que cuando Don Quijote es consciente de ser un personaje literario: Rafael Gil lo enuncia pero no ahonda en ello. En un proyecto tan ambicioso es natural que aspectos importantes quedasen fuera, aunque se enuncien o insinúen. El planteamiento podría asemejarse al de las road movies: siempre rápidas y urgentes, y en las cuales retroceder es peligroso. En esta aventura por caminos todo ha de seguir adelante y cualquier ralentización suma minutos –en una propuesta que ya tiene un metraje nada desdeñable.

Aunque Don Quijote de la Mancha no es la adaptación extraordinaria que se planteó originalmente –por ese peso de una época que no permitía trasladar a imágenes ciertos pensamientos de Cervantes–, cuenta con momentos poderosos. La dirección es eminentemente práctica; Rafael Gil es un artesano resolutivo que filma con inteligencia y otorga el peso a los personajes, siendo su cámara el testigo que los retrata. En el admirable reparto destaca Rafael Rivelles, que por entonces tenía una edad próxima a la de Alonso Quijano. El Sancho Panza de Juan Calvo es más que eficaz, y el Sansón Carrasco al que da vida Fernando Rey tiene una relación directa, en muchos momentos, con el Quijote que él mismo protagonizará tantos años después. Las escenas finales entablan un diálogo con Ordet (Carl Theodor Dreyer, 1955): esa clase de iluminación que remarca el sentir. ¿Es posible que Dreyer tuviese en cuenta la película de Rafael Gil? Quizá algún día lo sepamos…

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