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De Goya a Saura, la mirada cinematográfica
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Carlos Saura (Huesca, 1932 - Collado Mediano, 2023) forma, junto a Luis Buñuel y Luis García Berlanga, un triunvirato extraordinario en la historia del cine español. Es autor de una obra monumental que abarca buena parte de los géneros que el cine ha creado a lo largo de más de un siglo. Pero de toda su filmografía, y en pos de un homenaje al gran director, escritor y fotógrafo, uno querría destacar Goya en Burdeos (1999).

El valor, la impronta estética y el fascinante vaivén entre el pasado y el presente hacen de esta película una obra maestra. Su imaginería plástica es deslumbrante, como no podía ser de otra manera tratándose de Francisco de Goya. Su guion, ajustado a las epifanías vitales, políticas, artísticas y económicas de la vida del pintor aragonés, es igualmente brillante.

Entre las soberbias interpretaciones destacan las de los dos actores que dan vida al genial artista: Francisco Rabal, un Goya de 82 años exiliado en Burdeos junto a otros liberales como Leandro Fernández de Moratín o Manuel José Quintana; y José Coronado, el Goya adulto que triunfa en Madrid y se relaciona con los más relevantes personajes de la Corte, incluida quien sería su verdadero amor y constante pasión, Cayetana, Duquesa de Alba: Maribel Verdú, perfecta como siempre.

Se muestra aquí un capítulo esencial de la Historia de España, con la unión mágica y deslumbrante de Goya y Saura. La mirada de, si se permite, dos cineastas. Porque en el origen del cine, ese «arte total» del siglo XX, está Goya.

Goya en Burdeos (Carlos Saura, 1999)

En un documentadísimo y original libro publicado hace pocos años, El cine comienza con Goya, Juan Pedro Quiñonero localiza la semilla de la que germinará el arte cinematográfico, ya con voluntad expresa de fundar un idioma universal, nada menos que en los Caprichos (1799). En ellos Goya «se sirve de distintos planos, distintas perspectivas e iluminaciones, editando y montando sus imágenes en secuencias visuales».

El ensayo de Quiñonero rastrea ese origen pictórico del cine, que Goya consumará con los Desastres de la guerra (1810-1815) y los Disparates (1815-1824). Obras que aparecen en la película de Saura de una manera tan sutil como elegante, además de instructiva, pues el espectador sigue la senda de una obra en marcha.

¿Cuáles son esas «coincidencias» de la obra de Goya y el cine? La sensación del primer plano, el cúmulo caprichoso de perspectivas, la feliz conjunción de luces y sombras hacen que posean una identidad visual y artística propia… Aunque, como bien señala el autor, es la secuencia final, la sucesión de imágenes, la que da sentido al conjunto.

No es casualidad esta elección de Saura: lo de Goya era algo inédito en la historia del arte. El uso de nuevas tecnologías permitía, a su vez, la creación de nuevos modelos estéticos: «Goya construye fábulas contadas con imágenes: en ese instante –recuerda Quiñonero– nace el cine, historia/fábula contada con imágenes estáticas o en movimiento».

Realista y alegórico, grotesco, onírico, saturnal, carnavalesco: «Murnau, Lang, Dreyer, Hitchcock, quizá fueron los primeros en hacer suyas las lecciones básicas de la narrativa visual goyesca». Plasmar el «instante decisivo» (Cartier-Bresson), el presente como eternidad (Borges). Porque cuando uno contempla un cuadro o una película no contempla el pasado sino el propio presente de tal obra.

Goya en Burdeos (Carlos Saura, 1999)

La cuestión esencial es la traslación de la pintura a la pantalla a través de las tomas y colores, a cargo de directores de fotografía como Néstor Almendros (Días del cielo), John Alcott (Barry Lyndon), Gregg Toland (Ciudadano Kane), Robert Burks (Vértigo), Giuseppe Rotunno (El gatopardo) o el italiano Vittorio Storaro (Apocalypse Now), este último también responsable de la fotografía de Goya en Burdeos. Todos ellos producen una luz propia a partir de la tradición pictórica y la presencia de Goya.

En esta confluencia de miradas cinematográficas es donde Carlos Saura encuentra el referente singular para llevar la estancia de Goya en Burdeos a la gran pantalla. Es cine sobre cine. Saura acierta en el planteamiento estético de esta semblanza del pintor cuando el tiempo ya consume sus horas. El viaje al pasado, las obsesiones que le acompañan desde niño, los fantasmas que acechan entre los sueños… Qué escena la de las Pinturas negras, los ideales traicionados por un rey cobarde y felón, la razón ilustrada ignorada por la crueldad de un pueblo que grita: «vivan las cadenas».

En cualquiera de las obras citadas, desde propios Caprichos, aparecen esas huellas cinematográficas. De Georges Méliès (Viaje a la Luna) a F. W. Murnau (Nosferatu) o a Fritz Lang (Metrópolis); de Carl Theodor Dreyer (La pasión de Juana de Arco) a Luis Buñuel (Las Hurdes, La edad de oro); de Stanley Kubrick (Senderos de gloria, Barry Lyndon, La chaqueta metálica), «el más potente sucesor de Goya» según Theodore K. Rabb, al Billy Wilder de El crepúsculo de los diosesel cine como resurrección de los muertos», al decir de Ernst Jünger); de la fantasmagoría deslumbrante del Mister Arkadin de Orson Welles, a Los Sueños de Akira Kurosawa del maestro nipón o al cromatismo deslumbrante de Vértigo, de Alfred Hitchcock.

Goya en Burdeos (Carlos Saura, 1999)

La «cinta de sueños», que definiera Welles como la razón y sentido del cine, encuentra su arranque, su punto de partida, en el trazado original de una narrativa visual única: «Las semillas sembradas por Goya dieron muchos frutos. El primero y más evidente, recuerdo –señala Quiñonero– fue la concepción de un relato visual, a través de estampas, numeradas como planos y secuencias, articulando una historia, una narración visual».

Hay una línea histórica de creación en la más fértil tradición española: la picaresca, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo (Sueños), el propio Goya (Pinturas negras), José Gutiérrez Solana (el carnaval), Ramón del Valle-Inclán (el esperpento), Ramón Gómez de la Serna (Automoribundia). Esa línea llega inevitablemente hasta el cine y así lo señala Quiñonero en su ejemplar ensayo: Luis Buñuel, Florián Rey, Edgar Neville, Luis García Berlanga… hasta culminar en Carlos Saura, con esta memorable e imprescindible película.

Con un sólido estilo cinematográfico, Saura desmenuza los secretos de la creación goyesca en cada capítulo de esta obra grandiosa, de empaque histórico y larga proyección crítica, que nos recuerda cómo la pintura y el cine comparten un hecho insoslayable, o mejor, un idioma universal que trasciende las lenguas y los tiempos para instalarse en el imaginario del espectador.

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