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Fue en septiembre de 1973 cuando El espíritu de la colmena, dirigida por Víctor Erice bajo producción de Elías Querejeta, se presentó en el Festival de Cine de San Sebastián. Su irrupción en la cinematografía española fue un aldabonazo –se estrenó el 8 de octubre en el Cine Conde Duque de Madrid. El guion era obra de Ángel Fernández Santos y del propio director; contaba con una música excepcional a cargo de Luis de Pablo, la fotografía exquisita de Luis Cuadrado y el montaje de Pablo del Amo.

Se trata de una cinta rodada en estado de gracia, con unas interpretaciones memorables a cargo de las niñas Ana Torrent e Isabel Tellería; la solvencia de Fernando Fernán Gómez –que llena la pantalla de genio cinematográfico–; la delicadeza de Teresa Gimpera; el buen hacer siempre de Laly Soldevila como la maestra y la aparición tan breve como intensa de Juan Margallo en el papel del fugitivo.

La historia de la película se desdobla entre la imaginación, la fantasía y el misterio que desatan en Ana la visión de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931) en un cine de pueblo, un frío domingo castellano, así como la inquietud y el desasosiego que la pequeña comparte con su hermana Isabel tras presenciar las muertes de la película –la de la niña que entrega flores al monstruo y, después, la de este mismo.

Ana no entiende por qué mueren. Su hermana le advierte que no mueren, que lo que ha visto es cine y en el cine todo es mentira. Pero por si Ana no se convence, le revela que el monstruo no ha muerto porque es un espíritu y los espíritus no mueren, sino que aparecen cuando quieren y bajo la forma que quieren.

Se abre así para Ana un mundo inquietante que, no obstante, la fascina. La niña inquiere, busca, pregunta, llama al monstruo por las noches. Y como su hermana le ha dicho que este puede adoptar la forma que quiera, le acaba descubriendo en un maquis que se oculta de la policía franquista dentro de una casa de labranza abandonada en medio de la meseta castellana (en algún lugar de Segovia). Ana le ayudará llevándole comida y ropa.

Un doble plano. Esa colmena, sin duda, es la España de 1940; el monstruo es el Otro. Fernando Savater, en el prólogo a la edición del guion de la película que se publicó en 1976 (en Elías Querejeta Ediciones), escribió: «La colmena en la que se debate el espíritu de Erice es indudablemente España. Tan absurdo sería descontextualizar la película olvidando este dato –degradándola a inconcreta alegoría– como supeditar todo su significado al peculiar enredo histórico español». Porque «Si soy malo es porque soy desgraciado», declara el monstruo de Frankenstein a su creador. Y dice Savater: «No conozco crítica más escueta e irrevocable de la moral establecida».

La película alterna de forma brillante entre el mundo interior de Ana –sus sueños y dudas, su búsqueda del monstruo– y el ambiente cerrado, silencioso, desasosegador, vencido que se vive en la casona familiar. Los recuerdos –espléndida la escena de Teresa Gimpera sobre esto–, el retiro, la suerte de exilio interior que vive Fernán Gómez, la lóbrega atmósfera con esas dos niñas solitarias a las que solo les queda jugar con la imaginación, traspasar las fronteras invisibles del jardín y adentrarse en el país de la magia…

El tiempo por el que discurre la película es una muy eficaz conjunción de sentido y sensibilidad. Porque lo que se cuenta es la historia de una iniciación: será el monstruo quien se muestre. De nuevo, Savater: «La niña vive en la colmena; para hacerse propicia al espíritu tendrá que alejarse de ella, distanciarse, verla desde fuera (quien se sale realmente de la colmena se convierte en monstruo, en espíritu, y no puede esperar piedad ni reconocimiento por parte de las abejas».

Señalaba Erice el fuerte efecto que el cine ejerce sobre el espectador –máxime cuando este, como en la película, es alguien en la edad infantil, esa era del descubrimiento, el asombro y las preguntas. Y recordaba el cineasta vasco cómo, para él, la imagen del monstruo de Frankenstein sería siempre la del actor Boris Karloff, y cómo ya de adolescente leyó el libro de Mary Shelley y no pudo imaginar ni ver al monstruo sino como Karloff. Ese efecto del cine es decisivo. Porque muestra, al bien decir de Carlos Antón, una realidad que es común para todos los espectadores –mientras que en las páginas literarias cada uno preserva una imagen propia de los protagonistas.

Este es un hecho clave en El espíritu de la colmena, porque el camino de iniciación de Ana comienza al contemplar la película de James Whale no es sino el camino de perfección, o el camino de la vida –porque concluye en la muerte. Las imágenes brutales de ambas muertes constituyen un rito de paso. Es cierto que, como señalara Leopoldo María Panero en El desencanto (Jaime Chávarri, 1976): «En la infancia se vive y después se sobrevive». Ese manual de sobrevivencia es el rito de iniciación de Ana.

La película es una obra maestra porque, entre tantos otros aciertos, contiene las escenas de mayor poesía que se hayan rodado en el cine español. Pareciera como si esa extraña pareja, aquí resuelta de forma magistral, que conforman poesía y política, se alternasen y fundiesen, logrando una misma historia contada desde vértices tan contrarios como complementarios –al decir de Antonio Machado.

Sí, para Ana, como para el niño que fue Erice y que fue Fernández Santos, la vida comienza con el cine. El mundo se presenta, o se representa, con mayor fuerza de realidad en la pantalla; o mejor, la realidad de verdad pierde intensidad sin el cine. Una realidad añadida, un sueño que se prolonga, un estilo de mirar que subraya lo singular, una manera de acceder a un paraíso de sombras envueltas en la niebla de la belleza. De una belleza convulsa.

Son diversos, y caprichosos los motivos por los que una película traspasa el tiempo y se convierte en un clásico contemporáneo. Y sus razones vienen definidas por cuanto un clásico, al decir de Borges, es una obra que las generaciones han decidido contemplar con la mirada contemporánea de cada momento –o al decir de Italo Calvino, porque nunca termina de decirnos todo lo que contiene. Contemporánea del pasado, del presente y del futuro; maestra por la puesta en escena y el profundo sentimiento de belleza y despertar que cada imagen transmite. Eso es El espíritu de la colmena.

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